jueves, 30 de noviembre de 2017

El demonio en la pared - Guillermo Fadanelli


Mi relación con los médicos no ha prosperado jamás, ni creo que mejore en los próximos años. Todavía no he padecido una enfermedad que no haya logrado superar con un poco de coraje y una botella de licor. Suena primitivo, lo sé, pero no me avergüenza. ¿Cómo he podido oponer mi bárbara aversión a una ciencia que ha progresado con denuedo semejante? No importa si la medicina es incapaz de curar el cáncer o la eyaculación precoz de los mexicanos (ésta última ya una cuestión de salud pública), de todos modos casi nadie pone en duda sus importantes avances (financieros, por supuesto): en la actualidad el médico se parece más a un corredor de bolsa que a un misionero samaritano.
No sé si prefiero ponerme en manos de los médicos o lanzarme a los brazos de la muerte. Lo segundo es mucho más digno, pero no vive uno para presumirlo. Cuando escucho decir a las personas que tienen una cita con el médico experimento una extraña sensación de tristeza. ¿De modo que estos seres tienen intenciones de continuar viviendo entre nosotros? Cuánto me gustaría disuadirlos de sus propósitos, pero es imposible porque tomarían mis palabras por los argumentos de un loco. Nadie conserva en estos días el carácter suficiente para vivir tan sólo unos cuantos años. Como si se necesitaran más de treinta para darse cuenta de que aún doscientos años de vida nos serían insuficientes. Y por si fuera poco son los más feos, los seres más desagradables quienes acuden puntualmente a su cita con el médico. Con un mes de anticipación la menos agraciada de mis tías hace cita con su médico de cabecera, pues sospecha que durante el transcurso de ese mes acumulará suficientes males para justificar la consulta.
Pocas personas consiguen establecer una amistad decorosa con sus enfermedades. La mayoría prefiere la guerra. En cuanto una enfermedad asoma la cara, el enfermo corre como una liebre al médico. Todos tenemos miedo de nuestro cuerpo y necesitamos silenciarlo: es uno de nuestros peores enemigos. Así las cosas, ni siquiera dudamos en aceptar cuando un médico toma la decisión de abrirnos en dos como a una rana. Aceptamos gustosos el diagnóstico y nos tiramos panza arriba sobre el quirófano. No me extrañaría que un estudio minucioso de estas cuestiones nos revelara que la mayor parte de las operaciones son innecesarias, motivadas por afanes de lucro, impaciencia, ausencia de alternativas, sospechas infundadas, pero sobre todo a causa de la morbosa pasión de los médicos por entrometerse en nuestros cuerpos: espías adictos que no conocen más que una sola ruta. Espías, enemigos que desean progresar a nuestras costillas. No me parece errado el escritor Peter Sloterdijk cuando dice que el médico pinta con una mano el demonio en la pared y con la otra nos opera. En definitiva, prefiero una botella de licor para llevarme a la tumba que morirme en medio de una cirugía.

Porqueria

No hay comentarios:

Publicar un comentario